GENERAL DON MIGUEL BARRAGÁN.




Nació en S. L. P., el 8 de Marzo de 1789. La cámara de Diputados lo nombró presidente provisional, tomando posesión el 28 de Enero de 1835 sustituyendo a Santa Anna, que había salido a campaña. Dejó la presidencia provisional el 2 de Noviembre del mismo año, y pasó a ser presidente de la República Central. Murió el 1° de Marzo de 1836.
Miguel Francisco Barragán Andrade (n. Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, 8 de marzo de 1789 - Ciudad de México, 1 de marzo de 1836) fue un político y militar mexicano que se desempeñó como presidente de México entre 1835 y 1836.

 Primeros años y formación  [editar]Nació don Miguel en la ciudad del Maíz, situada en San Luis Potosí, el 8 de marzo de 1789. Fueron sus padres, Miguel Barragán y Clara Josefa Andrade . El general Barragán estudió para ser militar.
Se enroló en el ejército realista y fue ascendiendo grado por grado: en el año de 1810, como alférez, estuvo al lado de Félix María Calleja y de Anastasio Bustamante. Como coronel, secundó al plan de Iguala y comandó la caballería del Ejército Trigarante que entró el 27 de septiembre de 1821 a la ciudad de México. Se opuso a la designación de Agustín de Iturbide como emperador, fue encarcelado y puesto en libertad al proclamarse la república.
Carrera militar   En 1824 el Congreso Local lo nombró Gobernador Constitucional del recién creado Estado de Veracruz. Su régimen abarcó del 20 de mayo de 1824 al 5 de enero de 1828 y durante ese tiempo tuvieron lugar sucesos tan importantes como la jura de la Constitución de Veracruz y la ocupación del último reducto español en México, la Fortaleza de San Juan de Ulúa.
Por secundar el plan de Montaño fue aprehendido y recluido en San Juan de Ulúa y trasladado a los calabozos de la ex inquisición y finalmente fue desterrado en 1827. Salió del país rumbo a Guayaquil para pasar después a Guatemala, Estados Unidos y Europa. En 1829, el presidente Vicente Guerrero le otorgó la amnistía. Regresó a México para reintegrarse a la política nacional. Manifestó su antipatía hacia el régimen de Anastasio Bustamante.
Se desempeñó como secretario de Guerra en el gabinete de Santa Anna en 1833. Poco después, el doctor Valentín Gómez Farías lo llamó para ocupar el mismo cargo de diciembre de 1833 a febrero de 1834.
Presidencia  Hastiado del poder, el presidente Antonio López de Santa Anna pidió licencia y logró que el Congreso designara al general Barragán presidente interino de la República, mientras don Antonio se ausentaba a su hacienda de Manga de Clavo. Al ocupar la presidencia, el general Barragán gozaba de una excelente reputación ganada en los terrenos del patriotismo y en su lealtad a los principios republicanos.
Como presidente se le reconocía por sus caballerosos modales y su mostrada probidad en la administración pública. Coherente en su profunda religiosidad, era normal verlo dando de su bolsillo ayuda a viudas, enfermos e inválidos, haciendo caridad y asistiendo a un sinnúmero de celebraciones religiosas. Durante su administración, la república dejó de ser federal y se convirtió en centralista. El general Barragán fue el primero en tomar las providencias para hacer frente a la rebelión de los texanos que luchaban por su independencia.
Muerte   En marzo de 1836, don Miguel se encontraba atendiendo los asuntos de guerra en Texas cuando una terrible enfermedad lo invadió. Como el general Barragán era muy querido entre los mexicanos, el pueblo acudió al Palacio Nacional para informarse sobre su estado de salud.
Al cabo de unos días, la fiebre pútrida acabó con su vida el 1 de marzo de 1836. Como última voluntad, don Miguel pidió que su cuerpo fuera dividido y conducido a los lugares donde había escrito la historia de su vida. Una parte quedó sepultada en la catedral de México y los ojos en su ciudad natal, el corazón en Guadalajara, las entrañas en la colegiata de Guadalupe y en la capilla del señor de Santa Teresa y la lengua en San Juan de Ulúa.
Su esposa se llamó Manuela de Trebuesto y Casasola, condesa de Miravalle, con quién casó el 18 de noviembre de 1821.

Se encontró con la silla presidencial de manera fortuita. Nadie esperaba que don Antonio López de Santa Anna se hastiara del poder y prefiriera retirarse a su hacienda de Manga de Clavo a pensar en glorias futuras bajo la fresca sombra de las palmeras. Antes de partir rumbo a su edén, Santa Anna logró que el Congreso designara presidente interino a don Miguel Barragán.
Hombre elegante, de modales refinados y amplia cultura, su gobierno fue fugaz --apenas un año y tres meses--, pero suficiente para mostrar su caridad cristiana y “hacer prácticos sus sentimientos humanitarios”. Al ocupar la presidencia, don Miguel gozaba de una excelente reputación ganada en los terrenos del patriotismo y en su lealtad a los principios republicanos.
Educado en la carrera de las armas había formado parte del ejército Trigarante pero a diferencia de muchos otros, no fue seducido por el imperio de Iturbide. Su sistemática oposición al oropel de la monarquía no le otorgó más alternativa que la prisión, y las cárceles de la Perpetua --en otros tiempos propiedad de la Inquisición-- fueron su residencia hasta el establecimiento de la República en 1824.
Testigo de la consumación de la independencia en septiembre de 1821, don Miguel repitió la escena desatando por completo y para siempre, el nudo colonial en 1825. Como gobernador y comandante de Veracruz, “fue el caudillo --escribió Manuel Rivera Cambas-- que puso la gloriosa bandera de la independencia mexicana en el último atrincheramiento del sistema colonial”: el fuerte de San Juan de Ulúa.
Envanecido por su patriótica hazaña, en 1827 secundó una fallida rebelión y tuvo que probar el amargo sabor del destierro. Sin embargo, los servicios prestados a la causa de la independencia fueron suficientes para recibir la amnistía de Vicente Guerrero y el nombramiento de comandante general de Jalisco en 1829.
Como presidente se le reconocía por sus maneras caballerosas y mostrada probidad en la administración pública. Coherente con su profunda religiosidad, era común observarlo otorgando de su bolsillo alguna ayuda a viudas, enfermos e inválidos, haciendo caridad y asistiendo a un sinnúmero de celebraciones religiosas. Durante su gobierno, la república dejó atrás el federalismo y transitó hacia el centralismo. Y fue el primero en tomar las providencias para hacer frente a la rebelión de los tejanos que luchaban por su independencia.
En marzo de 1836, don Miguel se encontraba atendiendo los asuntos de la guerra de Texas cuando una terrible enfermedad se apoderó de su persona. “Apenas se esparció la noticia sobre el riesgo que corría --escribió Rivera Cambas--, la multitud acudió a Palacio a informarse de su salud... y rogaban a Dios de corazón, prolongase la vida de un individuo que era amparo de los desvalidos”. Pero todo fue inútil, la terrible fiebre pútrida puso fin a su existencia.
Era la primera vez que un presidente mexicano moría en ejercicio de sus funciones. La sociedad estaba conmocionada. “El difunto Presidente vestía riguroso uniforme --escribió Guillermo Prieto--; a su semblante le había comunicado animación el artificio y parecía que sus ojos de esmalte imponían silencio y ordenaban recogimiento religioso a la concurrencia. Sus ayudantes, con sus espadas desnudas, le custodiaban como estatuas de sombrero de tres picos, charreteras y bota fuerte. Aquel era el primer espectáculo de su género que veía México independiente”.
Algo tendría de excéntrico don Miguel, que como última voluntad pidió que su cuerpo fuera dividido y conducido a los lugares donde había escrito la historia de su vida: “Fue distribuido su cadáver en varios lugares de la República, una parte quedó sepultada en la Catedral de México y los ojos en el Valle del Maíz, estado de San Luis Potosí donde nació, el corazón en Guadalajara, donde había sido comandante general; las entrañas en la colegiata de Guadalupe y en la capilla del señor de Santa Teresa, en testimonio de su devoción a estas imágenes y la lengua en San Juan de Ulúa, en recuerdo de haber tomado posesión de la fortaleza al rendirse los españoles en 1825”.
Para don Miguel y su familia, la “austeridad republicana” no era una frase retórica. Fue una forma de vida. Al morir, su hija tuvo que ganarse la vida estableciendo un modesto expendio de tabacos. La única herencia que le había dejado su padre era de orden moral: la honestidad.

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